jueves, 23 de julio de 2009

GRIPE Y OTRAS TANTAS PAVADAS


Llega el invierno, las narices frías y congestionadas, la tos y la batería de medicamentos: antigripales, antitusivos, descongestivos, antifebriles, espectorantes, analgésicos... la lista es larga cada año que pasa, y aún en el siglo 21 no terminamos de entender que... el resfrío y la gripe no se cura. Puede prevenirse con precaución o vacunación, pero no curarse.

Cada año caemos de vuelta en una mentira que tiene su poder en la ilusión que se crea porque resfrío y gripe son cuadros que evolucionan muy rápido y desaparecen (a menos que se complique con otras patologías) y por eso da la sensación de que nosotros lo curamos gracias a nuestra magia automedicante, el consejo de la abuela o el yuyo mágico.

Té, mucho té con limón, mucho limón. La vitamina C, que ayudaría a reducir la secreción nasal, se detruye con el calor. Del té, por ejemplo.

Miel. Suavizante de una garganta agredida por la tos... pero curativa de nada en este caso.

Antifebriles, analgésicos, estimulantes. Aquí si entramos en otro terreno.

La idea implantada por la industria farmacológica de que toda enfermedad tiene un remedio creó el hábito de tomar una droga química para cada síntoma.

La elevación de la temperatura corporal inhibe el crecimiento y la reproducción de organismos infecciosos y es el protagonista principal de una cascada de reacciones inmunitarias celulares. A los virus, que sobreviven y se reproducen cómodamente en ambientes fríos, se les complica la vida cuando la temperatura de la sangre alcanza los 39 grados; su fantástica capacidad de replicación se hace lenta hasta quedar desactivados. La fiebre no hace daño. La fiebre cura.

Los antigripales son otra invención farmacológica de uso corriente. Combinan antitérmicos con drogas descongestivas o antialérgicas que coartan la fiebre, la congestión y el malestar general. El paciente hace su vida normal como si no estuviera enfermo. No sólo expone a otras personas al contagio, sino que además está más enfermo que antes porque su organismo sigue a merced del virus, pero ahora está maniatado y amordazado. Su ejército de células defensivas duerme tranquilo en los cuarteles. No corre al sitio de la infección porque la alarma está desactivada. Pido disculpas por la metáfora castrense, pero por dentro las cosas funcionan exactamente así. Una perversión suplementaria son las preparaciones que la publicidad y los envases engañosos venden como “té” para que hasta los no creyentes se traten con paracetamol y fenilefrina cuando creen estar tomando el tecito reconfortante de la abuela.

Una de las oportunidades más interesantes que nos presenta esta crisis es la de regular el uso de los antibióticos, drogas que han cambiado la relación histórica de los humanos con las infecciones por su eficacia contra las bacterias.
A los virus, en cambio, un antibiótico los hace reír a carcajadas. La diferencia formal puede medirse en micromicrones, pero desde el punto de vista biológico es una inmensidad. Comparar un virus con una bacteria es como comparar una moto con una mandarina. Los virus no entran en la categoría de seres vivos como el resto de los gérmenes.

Sin embargo, todos los argentinos conocemos a alguien que cuando tiene un dolor de garganta o una gripe va a la farmacia, elige al azar un antibiótico y lo toma como le parece. Esa persona está poniendo en peligro su propia inmunidad y por un efecto de ruleta rusa darwiniana, la de todo el género humano. Los pacientes no tienen la obligación de saber que los antibióticos sólo actúan sobre las bacterias (tampoco todos sobre todas ellas) y que su mal uso puede crear un microorganismo resistente a todos los antibióticos conocidos. Los pacientes saben lo que la publicidad y sus médicos les enseñan. Y demasiados médicos recetan antibióticos cuando son innecesarios. Los testimonios de personas infectadas por el nuevo virus confirman conductas médicas injustificables: “Le dieron un antibiótico, después otro y otro, hasta que al fin se dieron cuenta de que lo que tenía era viral”. La única explicación posible para esto la dio un joven clínico en un ateneo:
–Si viene con una gripe y no le receto el antibiótico más caro, ese paciente cree que no sé nada y no vuelve más.

Hace poco vino una paciente quien con suficiencia y altanería me exigió que "le baje" diez kilos para un cumpleaños de 15 que tenía en tres semanas. Que ella ya sabía que tenía que hacer, pero que necesitaba mi control. Y que le diera la más cruel de las dietas.

Solicité la devolución del dinero que pagó por la consulta y le recomendé a un ¿dietista? cuya publicidad sobre efectos milagrosos cuelga de un pasacalles del barrio.

Bueno, tal vez cuando era un pollo recién recibido habría cumplido con sus delirios.

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